sábado, 6 de diciembre de 2014

La vida de Humberto




Humbertito abrió la puerta y ella estaba allí, mirando al suelo, oscura, encogida y enjuta. Cuando a lo largo de su vida Humberto recordó ese momento tuvo la sensación de haberse encontrado con un peso leve, con una intensidad fugaz, con una presencia  ausente. Él sabía que ese viernes temprano llegaba del sur la nueva nana, la que iba a llevarle al colegio desde entonces y a recogerle en las tardes, por eso, contra su costumbre corrió a abrir la puerta. Estaba nervioso, con la seguridad de que por fin alguien podría comprenderlo. Se imaginaba una mujer risueña, rubia, traviesa. Y no.

Ninguno de los dos dijo nada. Humbertito la miraba sin permitirle franquear la puerta. La mujer de mediana edad, de ojos perdidos en un lugar transparente, con un abrigo raído y   una maleta pequeña de tela, no saludó, no preguntó. Se notaba que estaba acostumbrada a esperar y a que nada sucediese.

-          ¿Quién es? –preguntó desde la cocina la madre de Humbertito
-          No sé má, una señora
-          Pregunta quién es
-          ¿Quién eres? – preguntó el niño
-          Me llamo Felicidad Cayungau- respondió la mujer
-          La nueva nana, má- gritó el niño 
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 Así Humberto Larrañaga conoció a la Felicidad, aquella mujer invisible que supuso tanto en su vida, cuando lo recuerda hoy en esta inmensa  sala, en la que la Comisión que preside debe proponer hoy las Bases del Premio Nacional, se da cuenta que ha pasado el tiempo, cruel, indetenible, sordo a sus deseos. Al recordar a su nana Felicidad, lo que trae a su corazón es un mundo de otra época, una cara arrugada en la flor de la edad, qué ridícula expresión, piensa ¿Cuántos años tendría aquella mujer que vi tan mayor? ¿35? Y piensa que tal vez la felicidad, la otra, la que perseguimos, es eso, de otra época, el amor del principio, el anhelo delo que debía haber ocurrido y no ocurrió.

-          Presidente usted nos dice cuando empezamos
-          No es necesario el tratamiento, aquí somos todos iguales
-          Gracias Presidente.
La primera noche Humberto recuerda que la oyó llorar en el cuarto que había junto al patio de atrás. Se asustó, se limpió los mocos en la sábana con fruición, como si fuera la última vez que podría hacerlo. Hoy de buena gana volvería a limpiárselos con los folios de las Bases de este Premio que nunca recibirá, aunque se permitirá el lujo de rayar la cancha, de establecer los límites, de que no sea para ningún trepador, de ningún iluminado new age, ni del microempresario del año, menos aún de la señora juanita, que jamás se escribirá con mayúscula por muy citada que sea en su país.

Humberto se sentó en la cabecera de la mesa y se sirvió su té helado con limón.   
 
-          Empecemos


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Felicidad Cayungau le preparaba sándwiches de dulce de leche con fresas mientras hacía las tareas del colegio, entraba en silencio en su pieza y olvidaba el plato a su lado. Al año de vivir en la casa le pasó una mano por el pelo en un gesto de cariño. Cuando estaba triste solía murmurar “Humbertito no haga caso de eso”  y a continuación le decía una frase que adivinaba por completo lo que estaba pensando. Al principio la miraba con recelo ¿Cómo sabía ella lo que pasaba por su cabeza y por su corazón con tanto tino? Luego aceptó que la Feli tenía poderes, que se conectaba, que todo estaba explicado en su nombre. Así se lo dijo cuando  le contó que Cayu  y ngau las palabras que se juntaban en  su apellido significaban en mapudungún “seis estrellas”. Más que un general, pensó Humbertito. 


Felicidad Seisestrellas representó en su vida una lección distinta, la oveja negra de un rebaño de aburridas ovejas blancas. Con ella llegó a reír a carcajada limpia. Por eso es tan difícil entender estas Bases y escuchar los largos procedimientos para que se presenten los proyectos que aspiren al premio.


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Después de escuchar a los 5 vocales se produjo un silencio. Fue una sensación de alivio hasta que entendió que esperaban que hablara.

-          ¿Alguna vez han sentido el placer infinito de encestar un calcetín en un zapato? Separarse unos metros, hacer del calcetín una pelota de tela. Saltar en suspensión y ver como cae en la oquedad del zapato con un leve sonido de hilos y curtidos.Zassssss, suave, zassss

Lo miraron en silencio. Así había sido su vida después de que partió la nana Felicidad, un silencio de incomprensión. El mismo lo rompió

-          A mí me parece que estamos haciendo algo complejo, que normar por el apartado 21.7 limita la iniciativa- dijo
-          Pero es que de otra manera nos exponemos a un intrusismo inverificable-respondió el vocal primero
-          A veces es más lo que nos perdemos que lo que ganamos con ese control.
-          Pero piense, perdón, piensa, en la imagen pública, pueden considerar que estamos invitando a la invención – intervino el vocal segundo
-          Tampoco sería tan malo invitar a inventar- hizo una pausa infinitiva- ¿Ustedes se presentarían al Premio con estas bases?
-          Yo sí, me parecen ajustadas a derecho y respetuosas de la igualdad de acceso – apuntó el vocal tercero.
Incluso son ordenados en su forma de intervenir, pensó, ¿Que hago yo en esta mediocridad satisfecha? Había ocupado las horas antes de dormirse en leer aquel entramado de normas limitantes, de párrafos descorazonados, de solicitud de  verificaciones del estado de conciencia del solicitante, páginas con más preocupación en las pruebas que en la experiencia presentada ¿Cómo presidir la Comisión de un Premio Nacional del que su jurado desconfía? Él mismo no tenía otro recuerdo que el de aquellos años perdidos en su memoria, quién sabe ya si inventados en las tarde de soledad, en aquellos días que dejaron de ser azules  y se sucedieron en la sequedad y el desconcierto.



A través de la ventana le pareció ver volar a un vencejo y entornó los ojos.


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 Terminó el colegio, terminó el instituto y Humbertito al que le cargaba ya el diminutivo tomó la decisión de ser Humberto y marcharse a la Universidad, lejos de casa. Hasta ahí fue sencillo, es lo bueno de tener padres distantes. Se jugó a las tabas si estudiar Filosofía o Veterinaria. Salió Filosofía. Un día le dejaron en la estación. Le recogería su tío Hermógenes a la llegada. En el andén cuando el tren comenzó a moverse vio aparecer a la nana Felicidad con un paquete en las manos. Se apresuró a abrir la ventanilla, ella corrió, llegaron a rozarse  los nudillos de los dedos y vio caer el paquete y los mazapanes desparramarse en el suelo sucio de hollín. Fue el momento más fantástico.

Sintió ese zasss blando, perfecto, el momento único en que el calcetín y luego las servilletas de los restaurantes, las fundas de los paraguas, los envoltorios de los sándwiches de jamón y palta entraban en el zapato huacho, en la copa de vino, en el cesto de los papeles, en la argolla de la puerta de Abril. ¿Cómo presentar una evidencia de esto? ¿Qué indicador de éxito que no sea la mera recurrencia? ¿Qué público podría asegurar lo que sentía que no fueran  los ojos iluminados de aquella mujer de mirada de sombra?


Unos meses después su madre le escribió una carta en la que decía que la Feli había hecho una mañana su maleta de tela y se había marchado al sur de nuevo. Los motivos fueron que no se encontraba, que echaba de menos la lluvia y el olor de los árboles. Su madre sugería que le echaba de menos a él y a esas conversaciones “insustanciales” que mantenían en el patio de la casa junto a la buganvilla.  

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A la mañana siguiente tomó la decisión, pediría una audiencia urgente a la Ministra de Cultura para presentar de forma irrevocable su renuncia a la Presidencia de la Comisión del Premio Nacional de la Felicidad. Se lo diría en pocas palabras “Ministra no creo que este premio pueda ser más valioso que la propia experiencia que llevó a conseguirlo”. No se quedó convencido  “Ministra la característica fundamental de lo que el ser humano experimenta es su impermanencia. No me siento cómodo premiando lo que probablemente ya no es. Usted lo comprenderá…”.No, no era ese el camino, podría ser considerado por ella como un reproche.
Le dieron la entrevista esa misma tarde. Humberto Larrañaga escogió una corbata amarilla con tréboles dorados. Llevaba un sobre con la carta en la mano. Ella le pidió que se sentara, le pregunto si había regresado a España, si sabía algo de Chema Garrido.
-          ¿Cómo va lo del premio? ¿Tenemos ya las bases?
-          No, Ministra
-          ¡Qué protocolario! Humberto, no hay nadie del Gabinete, puedes llamarme Emma como toda la vida
-          De acuerdo Ministra. Pero antes déjeme decirle que vengo a dimitir
-          ¿A dimitir? ¡Ni lo sueñes!
-          Es irrevocable
-          ¿Cuál es la razón?
-          Porque la felicidad solo se explica por su ausencia, de modo que…
-          Siempre tan rebuscado y fúnebre ¡Dame esa carta!
-          Permítame que se la entregue a mi manera, E...Ministra.

Humberto sacó la carta, la arrugó, hizo una pelota minúscula de papel y buscó con la mirada el basurero con el escudo de Chile. Un cono azul perfecto. Se incorporó, insinuó  un salto y encestó la renuncia en el aro, dorado como sus tréboles. Sintió detrás seis aplausos, la risa y la tos de su nana, seis estrellas en las noches de luna. Emma no se movió del sillón, nunca le había visto esta sonrisa, nunca.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Esa puerta que se abre




El ruido de la puerta al cerrarse. Estoy solo, no sé qué hora es , ya no hay luz, la hora de los vencejos. Oigo el murmullo del corral y tengo hambre. No, no tengo hambre, es esta sensación que me queda cuando discutimos, este vacío de palabras.

En esta casa asesinaron a Raquel. Nunca se supo la razón, sólo el cuchillo ensangrentado que usaba el tío para destazar. Siempre me imaginé cuando niño que el cuchilo brillaba en el suelo de la habitación, que reflejaba un rojo de sangre y de misterio. La otra pista fue el jarrón verde que habían comprado en Italia, hecho trizas en el salón del piano.

Yo le dije que se marchara, que no me hacía falta, pero ella sabe que no es verdad, que  es en la noche cuando llegan las crisis, la desazón, el frío. Ella lo sabe, no tengo que pedírselo. No me gusta el silencio. Ya siento los latidos, es posible que vuelva, será una hora larga, eso es todo y respiraré como en las mañanas.

Encontraron un diario de Raquel en el que narraba unas conversaciones con un tal Silvio. Nunca se supo si era una invención. Ella a veces hablaba de un amante imaginario. Nadie en la familia conocía a Silvio. En el diario, Silvio paseaba por la casa y se comía las anchoas de Santoña  del abuelo.  Por eso se complicó más la investigación, porque al hacerle la autopsia descubrieron que antes del asesinato Raquel había comido anchoas.

Han pasado dos horas y no vuelve. No se si el vacío será ya hambre. ¿Y si no volviese nunca más? Ya no deberían escucharse murmullos de ganado en el corral, ni crujidos de madera en el piso de arriba. Ha vuelto a dar una campanada de media el reloj del abuelo. Ya vuelven los latidos,  pero no voy a subir.

Arrestaron a un tipo al que el abuelo tenía mucha inquina, pero no se llamaba Silvio, no se pudo probar a ciencia cierta que fuera el autor del crimen, le inculparon como cómplice y estuvo hasta la semana pasada en la cárcel. En la casa se prohibió hablar de aquel cuchillo, de la historia que ya había tenido antes, de cortes, de suicidios , pero nunca nos contaron. Mandaron quemar la alfombra que tenía las manchas de sangre y echaron a las empleadas.  Prohibieron que hablásemos de Raquel.

Ha vuelto a sonar otra media en el reloj. Tengo frío, alguien camina por el piso de arriba. ¡No!  sé que estoy solo. Son los pasos de Raquel, su risa. ¡No! es mi imaginación. El ruido de las tapas de lata al caer en el mármol, los grillos, la mecedora de Yecla. Estoy sudando, creo que no puedo contener la orina. ¿Por qué me dejó solo?
 
Ahora bajan los pasos por la escalera, ella ríe, él habla más bajo y mastica mientras dice “este pendejo de mierda”. Rueda por el suelo la tapa redonda de la lata de conservas, ensangrentada. Sé que va a rodar  hasta mis pies. Por eso la llamo, por eso grito hasta que se abre la puerta y espero desde esta angustia y el olor de las anchoas. 

domingo, 23 de noviembre de 2014

El primer cuento después del silencio

Todo empezó con una invitación a aquellos compañeros del Taller Literario dirigido por Marco Antonio de la Parra con quienes, además de escribir, escucharnos y leernos, construimos una entrañable relación hace más de once años. Lamentablemente no pudieron acudir todos, pero allí empezamos a barajar la idea de volver al taller, de volver a la disciplina de escribir.

Nos juntamos unas semanas después de la muerte de Gabriel García Márquez y yo, como anfitrión, puse la regla de que llegásemos con un cuento de una página rindiéndole homenaje. El concepto de homenaje quedó al libre albedrío. Por mi parte quise regresar a ese cuento maravilloso que en tantos momentos estuvo enviando señales a mi propio estilo: "Isabel viendo llover en Macondo" y llevar allí a mis compañeros literarios. La manera fue poner sus apellidos en los personajes del relato.

Así abro este blog al que traeré mi trabajo en el Taller.

Isabel regresando de la lluvia



¿Y por qué no? dijo Isabel Zúñiga ¿La lluvia torrencial y las campanas no son acaso las trompetas de un mundo  de metales? La radio no se había referido al meteorito y cuando llegó Bienvenido Chacón, el cartero,  ella no se atrevió a preguntarle. Hay veces que es mejor quedarse con el nudo en la garganta, con el asombro callado y las ganas.

Se puso su gabán de pata de gallo y el pañuelo que Edgardo Mora le regaló cuando aún era posible y decidió caminar por la vereda de agua a la Misa de la semana pasada. No se llevó el sobre, el cura Senderos tendría que creer en su palabra. Sólo cargó con el dolor antiguo. Son las cosas de Mayo, las olas que vuelven como vidas. Le dijeron que cuando nació también había caído un meteorito,  que fue por eso que su tía Luminosa Prat, la de la sonrisa distraída y los ojos voladores, quedó sin habla.


Había aprendido a caminar con la cabeza baja y conversando consigo misma o consigo otra, no sabía, desgranando la duda que había ido creciendo en su interior, a partir de los rumores apagados en los zaguanes y los soportales de columnas.

Si creía lo que decía la carta podía entender el silencio de su hermano Egon, el de él y el de los vendedores de los puestos de empanadas de huevo y arepas, cuando caminaba entre los puestos del mercado. ¡Tantas cosas podía entender! pero es sabido que podemos interpretar el mundo a nuestro antojo a partir de una pista falsa, de una taba traída de un cementerio, de un candelabro  chino falsificado.

¿Es posible creer la verdad aunque la sepas? Se preguntó, a la vez que pidió a la florista el ramo de 13 rosas amarillas ¿De dónde surge este instinto de creer?  Como si no fueran suficientes amenazas para la razón los caracoles detrás de la puerta del dormitorio y el canto imbécil de los pavos reales.


Su prima Matei fue la primera en hablar de un rumor en el Registro. La falsificación y todo aquel embrollo, en el que los desvergonzados curitas del Seminario de San Marco Antonio de Padua Lliure habían emulado al semental de  Melquiades, violadores de denario en mano, navajeros de poca monta y enseguida rectificó, de mucha. Los rumores son como sudarios,  como las noches oscuras y las telas con olor a alcanfor.  No pensó más en ello, entró en la iglesia y allí estaba ella en el primer reclinatorio, mirando las manos benditas del cura Senderos y la voz que regresaba: “Amen. Santo  Espíritu del Hijo del  Padre del nombre el En”.  Le vino un vómito con el recuerdo. En la carta los nombraban: Rodrigo Espinosa y Marisol Castillo. Nunca llegaron, nunca se les vio más juntos.

Pero no, ya no estaba dispuesta a que la historia fuera otra, llegaría hasta el principio de la lluvia y más allá, donde el sol estaba en su cenit  y podía verse despertando de un sueño que volvería a tener, y después de levantarse se acostaría y la noche se convertiría en tarde, en mediodía , en mañana y así hasta que el tiempo volviese al rail del que nunca debió salir, al tiempo en que los trenes no habían chocado y el meteorito regresara al espacio sideral, a ese lugar incognito del que hablamos sin saber, al momento anterior a que una mano escribiese su nombre: Isabel al comienzo de la carta.