domingo, 30 de noviembre de 2014

Esa puerta que se abre




El ruido de la puerta al cerrarse. Estoy solo, no sé qué hora es , ya no hay luz, la hora de los vencejos. Oigo el murmullo del corral y tengo hambre. No, no tengo hambre, es esta sensación que me queda cuando discutimos, este vacío de palabras.

En esta casa asesinaron a Raquel. Nunca se supo la razón, sólo el cuchillo ensangrentado que usaba el tío para destazar. Siempre me imaginé cuando niño que el cuchilo brillaba en el suelo de la habitación, que reflejaba un rojo de sangre y de misterio. La otra pista fue el jarrón verde que habían comprado en Italia, hecho trizas en el salón del piano.

Yo le dije que se marchara, que no me hacía falta, pero ella sabe que no es verdad, que  es en la noche cuando llegan las crisis, la desazón, el frío. Ella lo sabe, no tengo que pedírselo. No me gusta el silencio. Ya siento los latidos, es posible que vuelva, será una hora larga, eso es todo y respiraré como en las mañanas.

Encontraron un diario de Raquel en el que narraba unas conversaciones con un tal Silvio. Nunca se supo si era una invención. Ella a veces hablaba de un amante imaginario. Nadie en la familia conocía a Silvio. En el diario, Silvio paseaba por la casa y se comía las anchoas de Santoña  del abuelo.  Por eso se complicó más la investigación, porque al hacerle la autopsia descubrieron que antes del asesinato Raquel había comido anchoas.

Han pasado dos horas y no vuelve. No se si el vacío será ya hambre. ¿Y si no volviese nunca más? Ya no deberían escucharse murmullos de ganado en el corral, ni crujidos de madera en el piso de arriba. Ha vuelto a dar una campanada de media el reloj del abuelo. Ya vuelven los latidos,  pero no voy a subir.

Arrestaron a un tipo al que el abuelo tenía mucha inquina, pero no se llamaba Silvio, no se pudo probar a ciencia cierta que fuera el autor del crimen, le inculparon como cómplice y estuvo hasta la semana pasada en la cárcel. En la casa se prohibió hablar de aquel cuchillo, de la historia que ya había tenido antes, de cortes, de suicidios , pero nunca nos contaron. Mandaron quemar la alfombra que tenía las manchas de sangre y echaron a las empleadas.  Prohibieron que hablásemos de Raquel.

Ha vuelto a sonar otra media en el reloj. Tengo frío, alguien camina por el piso de arriba. ¡No!  sé que estoy solo. Son los pasos de Raquel, su risa. ¡No! es mi imaginación. El ruido de las tapas de lata al caer en el mármol, los grillos, la mecedora de Yecla. Estoy sudando, creo que no puedo contener la orina. ¿Por qué me dejó solo?
 
Ahora bajan los pasos por la escalera, ella ríe, él habla más bajo y mastica mientras dice “este pendejo de mierda”. Rueda por el suelo la tapa redonda de la lata de conservas, ensangrentada. Sé que va a rodar  hasta mis pies. Por eso la llamo, por eso grito hasta que se abre la puerta y espero desde esta angustia y el olor de las anchoas. 

domingo, 23 de noviembre de 2014

El primer cuento después del silencio

Todo empezó con una invitación a aquellos compañeros del Taller Literario dirigido por Marco Antonio de la Parra con quienes, además de escribir, escucharnos y leernos, construimos una entrañable relación hace más de once años. Lamentablemente no pudieron acudir todos, pero allí empezamos a barajar la idea de volver al taller, de volver a la disciplina de escribir.

Nos juntamos unas semanas después de la muerte de Gabriel García Márquez y yo, como anfitrión, puse la regla de que llegásemos con un cuento de una página rindiéndole homenaje. El concepto de homenaje quedó al libre albedrío. Por mi parte quise regresar a ese cuento maravilloso que en tantos momentos estuvo enviando señales a mi propio estilo: "Isabel viendo llover en Macondo" y llevar allí a mis compañeros literarios. La manera fue poner sus apellidos en los personajes del relato.

Así abro este blog al que traeré mi trabajo en el Taller.

Isabel regresando de la lluvia



¿Y por qué no? dijo Isabel Zúñiga ¿La lluvia torrencial y las campanas no son acaso las trompetas de un mundo  de metales? La radio no se había referido al meteorito y cuando llegó Bienvenido Chacón, el cartero,  ella no se atrevió a preguntarle. Hay veces que es mejor quedarse con el nudo en la garganta, con el asombro callado y las ganas.

Se puso su gabán de pata de gallo y el pañuelo que Edgardo Mora le regaló cuando aún era posible y decidió caminar por la vereda de agua a la Misa de la semana pasada. No se llevó el sobre, el cura Senderos tendría que creer en su palabra. Sólo cargó con el dolor antiguo. Son las cosas de Mayo, las olas que vuelven como vidas. Le dijeron que cuando nació también había caído un meteorito,  que fue por eso que su tía Luminosa Prat, la de la sonrisa distraída y los ojos voladores, quedó sin habla.


Había aprendido a caminar con la cabeza baja y conversando consigo misma o consigo otra, no sabía, desgranando la duda que había ido creciendo en su interior, a partir de los rumores apagados en los zaguanes y los soportales de columnas.

Si creía lo que decía la carta podía entender el silencio de su hermano Egon, el de él y el de los vendedores de los puestos de empanadas de huevo y arepas, cuando caminaba entre los puestos del mercado. ¡Tantas cosas podía entender! pero es sabido que podemos interpretar el mundo a nuestro antojo a partir de una pista falsa, de una taba traída de un cementerio, de un candelabro  chino falsificado.

¿Es posible creer la verdad aunque la sepas? Se preguntó, a la vez que pidió a la florista el ramo de 13 rosas amarillas ¿De dónde surge este instinto de creer?  Como si no fueran suficientes amenazas para la razón los caracoles detrás de la puerta del dormitorio y el canto imbécil de los pavos reales.


Su prima Matei fue la primera en hablar de un rumor en el Registro. La falsificación y todo aquel embrollo, en el que los desvergonzados curitas del Seminario de San Marco Antonio de Padua Lliure habían emulado al semental de  Melquiades, violadores de denario en mano, navajeros de poca monta y enseguida rectificó, de mucha. Los rumores son como sudarios,  como las noches oscuras y las telas con olor a alcanfor.  No pensó más en ello, entró en la iglesia y allí estaba ella en el primer reclinatorio, mirando las manos benditas del cura Senderos y la voz que regresaba: “Amen. Santo  Espíritu del Hijo del  Padre del nombre el En”.  Le vino un vómito con el recuerdo. En la carta los nombraban: Rodrigo Espinosa y Marisol Castillo. Nunca llegaron, nunca se les vio más juntos.

Pero no, ya no estaba dispuesta a que la historia fuera otra, llegaría hasta el principio de la lluvia y más allá, donde el sol estaba en su cenit  y podía verse despertando de un sueño que volvería a tener, y después de levantarse se acostaría y la noche se convertiría en tarde, en mediodía , en mañana y así hasta que el tiempo volviese al rail del que nunca debió salir, al tiempo en que los trenes no habían chocado y el meteorito regresara al espacio sideral, a ese lugar incognito del que hablamos sin saber, al momento anterior a que una mano escribiese su nombre: Isabel al comienzo de la carta.