sábado, 23 de abril de 2016

Frente al mar


En realidad no estoy frente al mar, estoy ante su recuerdo. Algunas tardes me pasa, siento una necesidad de batir de olas. No es suficiente el pasar de las páginas, ni el acariciar de los lomos de los libros. Los infinitivos se instalan de forma insustancial en mi lenguaje. Una añoranza de lo que significan. Eso es probablemente.

No hay infinitivos en la vida real de las personas, solo indicativos, subjuntivos, condicionales, imperativos. Quiero decir hechos que pasaron, pasan o pasarán, hipótesis, incertidumbres, mandatos. Y así las horas se van disolviendo frente al mar. Su recuerdo se mezcla con una arena de letras, hasta que me llegan momentos de gerundio. Entonces me hago cargo que estoy pensando, recordando, evitando la vida real frente al mar, desfigurando los hechos, construyendo la historia que pudo ser.

El mes de Junio se me fue de esta manera, Celia me había enviado la carta en la que me decía que nos diésemos un tiempo para pensar en lo nuestro. Me pasé varias horas pensando qué quiso decir con lo nuestro. Alguna vez lo nuestro tuvo que ver con lo más íntimo, con una suerte de posesión cómplice, pero este “lo nuestro” me sonó a relación putrefacta. La casa me empezó a oler mal, a cubo de basura con los restos del pescado del día anterior, carne descompuesta, el mar detenido en un pozo del cosmos, las algas y los moluscos, los atunes hediondos de un horizonte sin olas, muerta la furia, acabada la respiración del agua, instalado el silencio de lo inerte para que los microorganismos, las enzimas, los parásitos hicieran su trabajo.

Celia, yo, lo nuestro, el tiempo, la recurrencia, el descuido, el crecimiento asimétrico, los silencios, la magia que se convierte en técnica, la atracción que se apaga, de pronto una palabra mal pronunciada, una disculpa mal escuchada, un 90% de tono, que diría William Uri, una mierda de tarde, sucesos de la vida en suma.

Y otro día, quieto frente al mar, pongamos que en la playa de Sanxenxo, las imágenes fueron otras, la presión del trabajo, el sol abrasador, el frío que se clava como una lanza de hielo, las aplicaciones del Iphone, el ruido insoportable, todo en conspiración cambiando a los que fuimos, hasta el punto de escribir esa carta “creo Orestes que debemos darnos un tiempo para pensar en lo nuestro”.

No había remite alguno, me puse a oler el papel, me olió a Hungría, pero nunca estuvimos en Hungría y uno siempre vuelve a lo visitado. Desde entonces paso muchos días frente al mar. Recuerdo, corto, pego, invento.

Entendí que llamaran del consultorio para darme un plazo bajo amenaza de despido. Uno de los pacientes que sólo quería tratarse conmigo tenía una periodontitis aguda. No recuerdo que excusa les di, pero dije “una simple piorrea” y me colgaron. Tengo ahorrados 15.752.000 pesos. Como muy poco y el alquiler lo puedo ir retrasando si me muevo con discreto tino. No es el ideal de vida en el que había pensado, pero tampoco el mar es la maravilla que contamos, mata, borra, asalta, se convierte en lengua salada que extermina sembrados.

Pensé que en los momentos en que tuviera ánimo podría llamar a Irma por teléfono y pedirle ideas para un microcuento. Me llegó un mail, el único que abrí, con la convocatoria de un concurso. Ella siempre tiene ideas, me refiero a Irma, me basta la linea inicial, le dije, luego yo sigo, me corrijo, o me asomo a la ventana, o simplemente añoro beber agua de un botijo y la cosa va tomando forma.

Puedo escribir un microcuento cada día. Podría llegar a enviar veinticinco antes del cierre del plazo de presentación de originales. Si saco uno de los tres primeros premios tendré cuatro meses más de poder vivir frente al mar, esperando a Celia, odiando a Celia, perdonando a Celia, añorando a Celia, tirándome a Celia en una playa cualquiera, pongamos que en Las Sirenas de Curanipe. Veinticinco, tres, cuatro. Con frecuencia la acción es sólo numero de intentos, números en medio de un marasmo de palabras como Celia.

Llamé a Irma y le dio un ataque de risa cuando le conté. Creo que no me creyó, pero ella
siempre cumple y me envió esta frase “Desde la visión alta del águila se podía leer nuestra historia escrita en morse. Tan escrita de silencios y ausencias como de encuentros y palabras”.

La imprimí porque no puedo crear si no escribo con estos dedos torpes, tanto, que eligieron una profesión que detesto, en vez de la noble escritura de mentiras. Mentir es un arte mayor cuando se logra por escrito, dejando rastros, muy superior a cuando se suelta al oído una mentira. Esa versión palaciega que puede negarse y renegarse, que se contagia como un virus y pierde su original falsedad.

Estoy tomando un te de limón con jengibre. No sabe a mar, el ventilador mueve los hilos con las reproducciones del artesonado de la Alhambra y eso es lo que me permite escribir. Esas sombras que se mueven en la pared.


Ese día ocurrió lo mismo, tomaba te de limón con jengibre y el ventilador movía los hilos con las reproducciones del artesonado de la Alhambra y estuve ensayando como continuar la frase. Puse un punto y aparte y añadí: “Desde la profundidad de la caverna, la intermitencia era una luz, una respiración, sonido y silencio sincopados. Verbo y pronombre frente a frente, como se espera en otoño una promesa”.

Cuando se lo envié a Irma, se percató de que le había hablado en serio y me preguntó ¿Qué te pasa Orestes, ya estamos en las mismas”. En esos momentos siempre respondo “nada”. Colgué porque no me gustó que dijera las mismas. Si algo aprecio de Irma es que no haga juicios, que me acepte tan imperfecto y caótico, tan auténtico y desequilibrado como parezco ser. No soporto las referencias indirectas cargadas de juicios sigilosos, escurridizos como serpientes, sibilinos como cardenales, oleosos como vendedores de fondos de inversión.

Como parezco ser, eso he dicho y me he quedado pensando, no quiero decir “Yo soy” porque es un palíndromo y las palabras o las frases palindrómicas me marean, me llega un vértigo como si tuviera que pensar en lo nuestro.  Es su circularidad, ese infinito que contienen, su efecto pendular. Me llegan a dar nauseas. El palíndromo mas largo que existe en nuestra lengua es reconocer. No lo reconozco, prefiero “parezco ser”. Parezco ser un hombre solitario y sin ambiciones que se deleita en las tardes ociosas de junio recordando su ayer.

Cuando conocí a Celia, cuando lo nuestro olía a nardos, le conté que me mareaba al ver sangre y al leer palíndromos y ella un rato después quiso saber de donde me venía esa fobia por el palisandro. Fue un momento inolvidable de risas y estertores y terminamos haciendo el amor sobre la mesa, un polvo glorioso, entonces, sí, cuando los errores fortalecían lo nuestro, cuando las confusiones no eran borrones de tinta sobre un certificado notarial que debía presentarse impoluto, cuando desde la profundidad de la caverna la intermitencia era una luz, cuando el sonido y el silencio estaban sincopados, entonces, cuando el otoño era una promesa.


Unos días después Irma me envió otra frase: “Siete veces le habló Irma esa semana y las siete había emprendido la ruta inversa del catalejo”. Y me gustó que se metiera ella misma en la historia a construir, que citara dos veces el siete, el número de la perfección, que jugara con el catalejo para traer lo lejano a la proximidad del ojo. No dijo ya estamos en las mismas. No necesité el ventilador para ponerme a escribir, después de imprimir la frase, porque yo necesito escribir con estos dedos torpes.  Torpes, pero míos, que guardan palabras entre las uñas, que se diptongan y se hiatan.

Y completé el microcuento diciendo “desde las siete galaxias al universo único de su ojo. Por eso no le fue dado dudar”. Y sin embargo Celia dudó, a pesar de nuestro amor marino. ¡Qué puede importar que yo busque siempre la diferencia! ¿Por qué lo que fue motivo de alborozo se convirtió en sospecha?

Estoy frente al mar del sur de Italia, estoy en el Egeo, en el bello Mediterráneo de mi infancia, en el Mar Muerto. En realidad no estoy frente al mar. Estoy aterido de nostalgia y sufrimiento, pero no tengo culpa alguna. No hay infinitivos que se sostengan en el tiempo, ni flores que no se marchiten, esa convicción me adormece en las tardes.

Hoy me llamaron del consultorio, no encuentran el expediente de Celia Balmes “¿Ha ido?” les he preguntado inquieto y me han dicho que no, que llamó un familiar suyo porque hace semanas que no han sabido de ella, les contó que se iba de viaje a encontrarse a si misma, ese estúpido recurso de la desolación, nadie se encuentra a si mismo. Quería saber la última vez que había ido a la consulta, averiguaban sobre ella. Sólo respondí que no tengo copia de las fichas médicas. No suelo mezclar la profesión con la vida, les mentí.


Estoy tomando el último limón con jengibre que me queda. Lo saboreo porque no tengo la intención de salir a la calle en muchos días. Muchos, no se cuántos. Se tiene que acabar el de canela, el te de rooibos, el azul, como las tardes de la infancia. Saldré después de que no quede una bolsa de te en la casa.

Volví a llamar a Irma para preguntarle por qué le vino a la mente un catalejo. Fue un impulso. Por un momento, catalejo y palíndromo se emparejaron en un punto del tercer anaquel de mi librería, sobre los autores que empiezan por K. Catalejo, volver, regresar, el camino que siempre retorna, la espiral que pasa por el mismo paisaje desde lejanías distintas. Y lo mismo se convierte en distinto y lo nuestro pasa a ser lo nuestro.

Irma me confirmó mis sospechas y me quedé en silencio. Luego como para seguir la conversación, es propio de ella, me envió el comienzo del tercer microcuento: "El deseo del vino me trajo el de tu boca. Y de tu boca llegó mi imagen reflejada en tus anteojos”.



Ese día no dudé, simplemente imprimí, siempre necesito escribir con mi propia mano, sentir mis dedos apretar la pluma, ver salir el gusano de tinta, el hilo azul del misterio. Continué con la siguiente frase: “fundidos allí el fuego de tu éxtasis y el profundo pozo de mi miedo a tu lúgubre oficio: sillón de las periódicas torturas, marfiles y humedales".

Tal vez fue la necesidad de dejar una pista. No tenemos por qué saber lo que mueve nuestras acciones, esa perfección nos convierte en inhumanos, pienso, es el resultado de un instinto suicida, de boicotear nuestra esencia imperfecta. La necesidad de que quede un hilo, de que una fresa dental despeje el camino.

Estoy frente al mar de mis recuerdos, veo entrar a Celia con un sobre en la mano, la escucho decirme que lea el contenido cuando se haya ido, necesita irse a una playa lejana a encontrarse a sí misma. No la obedezco, rasgo el sobre delante de ella. Leo la carta, escueta, lejana ya como la playa a la que quiere irse. Siento mi ira. A ella decir que no le alce la voz ¿Qué quiere decir lo nuestro? Le grito, sí, le grito. ¿Por qué jugamos a que hoy las palabras signifiquen otra cosa? Lo nuestro fue una intimidad incomparable, lo nuestro fue perfecto y así, aunque no quieras, continuará por siempre. Le grito y siento que la sangre me sube a la cabeza, como las olas de un mar que no perdona, que engulle y mata. Luego el silencio.


Aunque Celia no quisiera, continuará para siempre, mientras dure el té, mientras los microcuentos no se conviertan en confesión. Frente al mar que se calma y se embravece, con la exasperante finitud de siempre.

domingo, 10 de abril de 2016

Aquel año el seis de abril


Fue apenas un fulgor, una brizna metálica, el viento doméstico que produce el cierre apresurado de una puerta. No puede describirlo como dolor, se pareció mas a la sensación de un trompetista al ver a un espectador morder medio limón al iniciar el Capricho nº 24 de Paganini. Luego sintió el escozor y una sensación caliente en la garganta. En el horizonte se estremecieron los colores.

Aquel año, el 6 de abril cayó en Lunes, tal vez hubiese ocurrido lo mismo si hubiese sido en Martes. El semanario es una suerte de espiral predestinada que nos va llevando a recorrer el ángulo distinto de que los días tengan un nombre u otro, como si los nombres del tiempo pudieran cambiarlo, añadir un sesgo especial o quitarle saña a un movimiento. Hoy ya no le produce ninguna curiosidad.  En 1.949 cayó en Miércoles también, como hoy. La eternidad nos lleva a repetirnos, en eso pierde parte de su brillo.

Tras el escozor, Gervasio sintió el líquido denso desbordarse, vio la navaja teñida por su sangre. Esa fue su primera muerte. Siempre guardará un recuerdo especial de ese momento. Una primera muerte es un suceso muy personal y único. Ya ha olvidado las circunstancias que rodearon al crimen. El sentimiento de víctima se ha llenado de polvo, es sólo una escena,  el viento doméstico que produce el cierre de una puerta de madera de cerezo. Necesita precisarlo.

No sabe por qué recuerda que la madera de cerezo absorbe bien todas las tinturas. Tampoco le importa mucho. Buscar las razones ya no tiene sentido, sólo es una medida de la arrogancia que las muertes que se amontonan van quitando.



Gervasio Plaza va a entrar en el quirófano, para esto tiene importancia el apellido, requerían que su ficha médica estuviese completamente rellena. Le han diagnosticado un cáncer terminal de páncreas. No tiene ningún sentido operarse, pero nunca ha muerto en la mesa de un quirófano, de una forma profesional, médica, higiénica, certificable. Esta es su oportunidad, son excentricidades a las que nos lleva la repetición de los hechos, la necesidad de que en alguna medida sea distinto. Quiere anotar esas curiosidades, después nunca sabemos lo que vamos a recordar.

En la cortina de la habitación estuvo toda la mañana detenida una polilla. La ha estado mirando mientras su familia le daba ánimos. Podemos encontrar la quietud en lo más cotidiano e insólito. ¿Qué es la vida de una polilla, qué secreto encierra?

Al menos no caerá en el error de esperar lo que no tiene esperanza. La eternidad te hace saber que lo único esperable es la circularidad que vuelve y se repite, el tedio de una observación sin otro placer que encontrar lo que el cansancio de otra vida no te permitió. Van quedando pocas cosas, piensa, aunque también podría pensar que no tiene ninguna base para pensarlo. No es fácil decidir si se puede creer en algo o no creer en nada. Tal vez por eso volvemos. Sí, tal vez por eso.

Ramón Sirera le toma la mano fingiendo una complicidad indolora. Gervasio hace el esfuerzo de creerle. Desde el dintel de la puerta de la habitación su hija le mira desde las gafas ahumadas. La polilla vuela a la ventana y choca torpemente con el vidrio sucio después de la tormenta de ayer. La vida está siempre en la ventana de la muerte.

Cuando Ramón pidió que apagaran la televisión como si fuera una falta de respeto tenerla encendida ante un moribundo, el Presidente de Colombia decía que es fácil ser líder en un país en guerra, lo difícil es serlo en los tiempos de paz.

¿Cuándo te quise más- piensa, mirando a su hija- en los tiempos de guerra o en los tiempos de paz? ¿Cuándo me fue más fácil ser tu padre? Gervasio le dice adiós desde sus ojos sin expresión, cuando una mujer a la que no amó  empuja la camilla. Edith, su hija, le toma la mano y se conmueve. Gervasio sabe que va a seguir encontrándose con ella, que ya no será de nuevo la que lleve un cuchillo, la que cierre una puerta, la que lloré después desconsoladamente. Todo eso ya no volverá. En cada vuelta varias escenas no regresan. Las de 1.949 estarán llegando a otras eternidades, desoladas ante la propia lentitud de su relato.

Ya sobre la mesa fría estrellas negras y voraces. Esa sensación de estar borrándose, de ir soltando las amarras de una historia. Por un momento desaparecen todas las muertes y sus vidas, pero sabe que es sólo la oscuridad que precede a otra muerte: esa luz, esa luz infinita.Luego vendrán las primeras sombras del hastío.



Primera foto de © Josh Adamski