El ruido de la puerta al cerrarse. Estoy solo, no sé qué
hora es , ya no hay luz, la hora de los vencejos. Oigo el murmullo del corral y
tengo hambre. No, no tengo hambre, es esta sensación que me queda cuando
discutimos, este vacío de palabras.
En esta casa asesinaron a Raquel. Nunca se supo la razón,
sólo el cuchillo ensangrentado que usaba el tío para destazar. Siempre me
imaginé cuando niño que el cuchilo brillaba en el suelo de la habitación, que reflejaba un
rojo de sangre y de misterio. La otra pista fue el jarrón verde que habían
comprado en Italia, hecho trizas en el salón del piano.
Yo le dije que se marchara, que no me hacía falta, pero ella
sabe que no es verdad, que es en la
noche cuando llegan las crisis, la desazón, el frío. Ella lo sabe, no tengo que
pedírselo. No me gusta el silencio. Ya siento los latidos, es posible que
vuelva, será una hora larga, eso es todo y respiraré como en las mañanas.
Encontraron un diario de Raquel en el que narraba unas
conversaciones con un tal Silvio. Nunca se supo si era una invención. Ella a
veces hablaba de un amante imaginario. Nadie en la familia conocía a Silvio. En
el diario, Silvio paseaba por la casa y se comía las anchoas de Santoña del abuelo.
Por eso se complicó más la investigación, porque al hacerle la autopsia
descubrieron que antes del asesinato Raquel había comido anchoas.
Han pasado dos horas y no vuelve. No se si el vacío será ya
hambre. ¿Y si no volviese nunca más? Ya no deberían escucharse murmullos de
ganado en el corral, ni crujidos de madera en el piso de arriba. Ha vuelto a
dar una campanada de media el reloj del abuelo. Ya vuelven los latidos, pero no voy a subir.
Arrestaron a un tipo al que el abuelo tenía mucha inquina,
pero no se llamaba Silvio, no se pudo probar a ciencia cierta que fuera el
autor del crimen, le inculparon como cómplice y estuvo hasta la semana pasada
en la cárcel. En la casa se prohibió hablar de aquel cuchillo, de la historia
que ya había tenido antes, de cortes, de suicidios , pero nunca nos contaron. Mandaron quemar la alfombra que tenía las manchas de sangre y echaron a las empleadas. Prohibieron que hablásemos de Raquel.
Ha vuelto a sonar otra media en el reloj. Tengo frío,
alguien camina por el piso de arriba. ¡No! sé que estoy solo. Son los pasos de Raquel, su
risa. ¡No! es mi imaginación. El ruido de las tapas de lata al caer en el
mármol, los grillos, la mecedora de Yecla. Estoy sudando, creo que no puedo
contener la orina. ¿Por qué me dejó solo?
Ahora bajan los pasos por la escalera, ella ríe, él habla
más bajo y mastica mientras dice “este pendejo de mierda”. Rueda por el suelo la
tapa redonda de la lata de conservas, ensangrentada. Sé que va a rodar hasta mis pies. Por eso la llamo, por eso
grito hasta que se abre la puerta y espero desde esta angustia y el olor de las anchoas.