viernes, 7 de agosto de 2015

¡Ay de mí, Alhama!




“Mataste los Bencerrajes que eran la flor de Granada/ cogiste los tornadizos/ de Córdoba la nombrada/ ¡Ay de mi Alhama!”  ¿A qué viene este recuerdo ahora? Han pasado siglos y no es fácil olvidar ese día. He vivido 17 vidas y no es fácil olvidar esa muerte. Caprichosa ventura de la circularidad, dolores enquistados por siglos, seis, para precisar y hoy regreso por esta vereda del valle de Lecrín donde sus restos yacen, exquisitos, quiero pensar. Como ella fue: Morayma. Su solo nombre me conmueve. Una vez que fui húngaro me cruce con sus ojos, los más bellos que he visto. Morayma. 

He escuchado cuatro versiones sobre la muerte de los Abencerrajes, la historia es una sola. La sueña Boabdil y él la construye en su silencio de amarguras. La historia la conocimos  él y yo. Y lo que voy a contar es sólo lo que esta melancolía me permite decir hoy,  cuando han pasado 533 años. Para ser más preciso se cumplirán en agosto.

Las leyendas construyen pasados que no fueron, han dicho que el responsable de la matanza fue Muley Hacen, el padre destronado por Boabdil para llegar a ser Muhammad XII, han dicho que fue una venganza de años por las peleas que siempre tuvimos en nuestras estirpes, han dicho que fue una forma de preparar el camino para que el hijo de Muley y Zoraida, la mora conversa, pudiese llegar a reinar en Granada dejando a Boabdil y a su madre Aixa a un lado del camino. Nada de eso es cierto.
Éramos 37 los caballeros de la tribu de Aben Hud, estábamos entrenados para luchar contra Muley, el disipado. Nunca nada nos detuvo, nunca un nazarí pudo enterrar su alfanje en nuestro corazón. Las cosas no ocurrieron de ese modo.


Esa historia que aún me duele la estaba soñando Boabdil cuando su aya le advierte de la salida de Morayma del Palacio en su yegua de nombre Blanca. Boabdil, que no fue chico, más alto que muchos y de tez pálida, corre por las habitaciones de La Alhambra. No se refleja su sombra en las paredes escritas del Corán, corre recordando la daga sarracena que le cortó de niño la yema de su pulgar. Su corazón se agita. Llega hasta el jardín del árbol caído sobre el muro blanco, ve la silueta de un hombre fuerte, la chilaba azul, el cuerpo que abraza a Morayma y la empuja con la pasión prohibida del deseo, puede sentir los brazos y los muslos que se buscan, el jadeo de un viento interior y amargo, los suspiros por otro de la mujer que ama. Ya nada puede hacer sino que el odio eche raíces, que la venganza multiplique la afrenta y llora. Llora mucho más que al volver la cabeza y mirar, años después, las almenas de Granada, no está su madre, Aixa, para decirle que llore como mujer lo que no ha sabido defender como hombre. Nada de eso ha ocurrido todavía. La historia hubiese sido otra sin ese momento que me rompe aún el corazón.


Los metales del escudo abencerraje refulgen en la noche. Eso es lo que Boabdil ve entre las lágrimas. Esa es la prueba que urdirá su venganza contra el traidor y todos sus hermanos.

En la siguiente mañana, diecinueve de agosto, envía a sus emisarios para que el clan abencerraje acuda a su palacio, “todos”, dice, “que no falte ninguno”, quiere sellar la alianza para combatir a los cristianos, terminarán con la presión hereje de la reina Católica.

Cuando entran en la sala del trono Muley deja su cimitarra en el suelo y pide que uno a uno digan su nombre y que, noblemente también, depongan sus armas. Uno a uno hablan y se presentan y encomiendan a Alá a su buen rey. Al terminar entra su guardia, los empujan al centro de la sala, bajo la bóveda de los siete cielos; atados de pies y manos son arrastrados a la sala de la fuente de alabastro que la historia llamará por nuestro  nombre, a los 36 les cortan la cabeza, la fuente se tiñe de sangre, los azulejos se oscurecen, todas las acequias del palacio destilan la venganza.

Boabdil informa a Morayma que grita y se horroriza, luego pide a su aya que la encierre en sus aposentos.

Yo nada supe de lo que sucedía, como cada tarde le envié mi poema con la paloma mensajera. Media hora después me llegó su mensaje y el horror de que habían matado a toda mi estirpe.

Odié no haber muerto con ellos, odie más que nunca mi mudez y que ese hubiera sido el motivo para que no me invitasen a acompañarles. Por señas les dije que el rey había dicho que fuésemos todos, los 37.

Siempre seguí los pasos de mi Morayma amada hasta su muerte, más de una vez me llegaron palomas de dolor en las que ella daba las gracias por la ausencia de mi voz a Alá, el protector del amor, de la pasión y del silencio. Alá, el protector de lo ausente



Hoy lo cuento, mi nombre es lo de menos, el nombre que tuve, el de hoy tiene cuatro letras que decepcionarían a Morayma, la verdad es lo que cuenta, ese espacio sagrado donde todo es, sin ser dicho. 

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