“Mataste los
Bencerrajes que eran la flor de Granada/ cogiste los tornadizos/ de Córdoba la
nombrada/ ¡Ay de mi Alhama!” ¿A qué
viene este recuerdo ahora? Han pasado siglos y no es fácil olvidar ese día. He
vivido 17 vidas y no es fácil olvidar esa muerte. Caprichosa ventura de la
circularidad, dolores enquistados por siglos, seis, para precisar y hoy regreso
por esta vereda del valle de Lecrín donde sus restos yacen, exquisitos, quiero
pensar. Como ella fue: Morayma. Su solo nombre me conmueve. Una vez que fui
húngaro me cruce con sus ojos, los más bellos que he visto. Morayma.
He escuchado
cuatro versiones sobre la muerte de los Abencerrajes, la historia es una sola.
La sueña Boabdil y él la construye en su silencio de amarguras. La historia la
conocimos él y yo. Y lo que voy a contar
es sólo lo que esta melancolía me permite decir hoy, cuando han pasado 533 años. Para ser más
preciso se cumplirán en agosto.
Las leyendas
construyen pasados que no fueron, han dicho que el responsable de la matanza fue
Muley Hacen, el padre destronado por Boabdil para llegar a ser Muhammad XII,
han dicho que fue una venganza de años por las peleas que siempre tuvimos en
nuestras estirpes, han dicho que fue una forma de preparar el camino para que
el hijo de Muley y Zoraida, la mora conversa, pudiese llegar a reinar en
Granada dejando a Boabdil y a su madre Aixa a un lado del camino. Nada de eso
es cierto.
Éramos 37
los caballeros de la tribu de Aben Hud, estábamos entrenados para luchar contra
Muley, el disipado. Nunca nada nos detuvo, nunca un nazarí pudo enterrar su
alfanje en nuestro corazón. Las cosas no ocurrieron de ese modo.
Esa historia
que aún me duele la estaba soñando Boabdil cuando su aya le advierte de la
salida de Morayma del Palacio en su yegua de nombre Blanca. Boabdil, que no fue
chico, más alto que muchos y de tez pálida, corre por las habitaciones de La Alhambra. No se refleja su sombra en las paredes escritas del Corán, corre
recordando la daga sarracena que le cortó de niño la yema de su pulgar. Su
corazón se agita. Llega hasta el jardín del árbol caído sobre el muro blanco,
ve la silueta de un hombre fuerte, la chilaba azul, el cuerpo que abraza a
Morayma y la empuja con la pasión prohibida del deseo, puede sentir los brazos
y los muslos que se buscan, el jadeo de un viento interior y amargo, los
suspiros por otro de la mujer que ama. Ya nada puede hacer sino que el odio eche
raíces, que la venganza multiplique la afrenta y llora. Llora mucho más que al
volver la cabeza y mirar, años después, las almenas de Granada, no está su
madre, Aixa, para decirle que llore como mujer lo que no ha sabido defender
como hombre. Nada de eso ha ocurrido todavía. La historia hubiese sido otra sin
ese momento que me rompe aún el corazón.
Los metales
del escudo abencerraje refulgen en la noche. Eso es lo que Boabdil ve entre las
lágrimas. Esa es la prueba que urdirá su venganza contra el traidor y todos sus
hermanos.
En la
siguiente mañana, diecinueve de agosto, envía a sus emisarios para que el clan
abencerraje acuda a su palacio, “todos”, dice, “que no falte ninguno”, quiere
sellar la alianza para combatir a los cristianos, terminarán con la presión
hereje de la reina Católica.
Cuando
entran en la sala del trono Muley deja su cimitarra en el suelo y pide que uno
a uno digan su nombre y que, noblemente también, depongan sus armas. Uno a uno
hablan y se presentan y encomiendan a Alá a su buen rey. Al terminar entra su
guardia, los empujan al centro de la sala, bajo la bóveda de los siete cielos;
atados de pies y manos son arrastrados a la sala de la fuente de alabastro que
la historia llamará por nuestro nombre,
a los 36 les cortan la cabeza, la fuente se tiñe de sangre, los azulejos se
oscurecen, todas las acequias del palacio destilan la venganza.
Boabdil
informa a Morayma que grita y se horroriza, luego pide a su aya que la encierre
en sus aposentos.
Yo nada supe
de lo que sucedía, como cada tarde le envié mi poema con la paloma mensajera.
Media hora después me llegó su mensaje y el horror de que habían matado a toda
mi estirpe.
Odié no
haber muerto con ellos, odie más que nunca mi mudez y que ese hubiera sido el
motivo para que no me invitasen a acompañarles. Por señas les dije que el rey
había dicho que fuésemos todos, los 37.
Siempre
seguí los pasos de mi Morayma amada hasta su muerte, más de una vez me llegaron
palomas de dolor en las que ella daba las gracias por la ausencia de mi voz a
Alá, el protector del amor, de la pasión y del silencio. Alá, el protector de
lo ausente
Hoy lo
cuento, mi nombre es lo de menos, el nombre que tuve, el de hoy tiene cuatro letras
que decepcionarían a Morayma, la verdad es lo que cuenta, ese espacio sagrado
donde todo es, sin ser dicho.
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