No llegaba la noche a los ojos de Ambrosio, es verdad que algunos días se resiste unas horas, pero
ayer concluyó que no llegaría. Enchufó
la tostadora como un signo de rendición.
Inició la rutina hacia la primera comida de un día nuevo, sin poderse
quitar de la cabeza la palabra decepción.
Nos decepcionamos porque tenemos la capacidad de la ilusión
y del sueño. Ayer no tuvo Ambrosio esa capacidad. El pan sin gluten también es
pan y han terminado por gustarle estas tostadas abizcochadas con aceite de
oliva. La porosidad de este pan contiene su vacío. El aceite que se aferra a su
densidad contiene la disipación de su propia esencia. Así toda la noche.
Ya se ha leído los dos diarios que le llegan cada día, ha
viajado por la Grecia de Tsipras, se ha paseado por las calles de Madrid donde
el portero de su equipo sale del estadio con los ojos hinchados de
ingratitud, probablemente de decepción,
piensa. Entonces en la libreta en la que anota los productos que debe comprar
en el mercado, lo escribe: “Casillas sale del estadio que fue la casa de sus
sueños con los ojos hinchados de lágrimas ingratas, la decepción le nubla, con
esa mezcla de ingratitud y deslealtad” antes había escrito la palabra traición
y la ha borrado.
Escribimos para mentir bajo la excusa del arte, para
construir realidades que nos enmascaren. Escribimos para autojustificarnos o
seducir, para que nos amen y también (y en ese momento se imaginaba ante los
ojos de Irene de la S) para pedir perdón y perdonarnos.
Ambrosio solo quisiera entonces que Irene de la S prefiriera
la belleza de su supuesta mentira, de su realidad vivida en la ficción
cotidiana de existir, que al ocupar tantas horas y al ser interpretada con
tanta pasión, sustituye a la monotonía de los minutos reales, al goteo de un
grifo que no ajusta, a una puerta que silba al cerrarse, cuando el manantial de
sus miradas provocaba el fluir precipitado de la sangre.
Es en ese momento que no comprende la vida, o que la vida de
otros no lo comprende a él. Es en ese momento que se dio cuenta que la tostadora
no funcionaba a pesar del olor del pan quemado, de un cierto runruneo eléctrico
o de una exhalación tostada.
Ambrosio echó de menos la inutilidad de algunos conocimientos
que se alojan en el lugar más recóndito de la memoria. Lo pensaba mientras que
el nombre de Chindasvinto acudía a la hora de hablar con su perro sentado en la
cocina. En su niñez hubiera querido tener un perro imaginario, no echó de menos
tener amigos, quizás tampoco un perro, tal vez solo echara en falta otra cosa
que no fuera un invierno sin bronquitis asmática, e inexplicablemente sonrió al
venirle como un murmullo aquella lista de los reyes godos que tuvo que
aprenderse de niño, de los 33 solo recuerda 18, la lista empezaba con Ataulfo y
terminaba con D Rodrigo, el perdedor de la batalla de Guadalete, en medio
Teodoredo, Turismundo, Teodorico, Leoduvico, Eurico, Amalarico, Atanagildo,
Leovigildo, Recaredo , Gundemaro, Sisebuto, Suintila, Chindasvinto,
Recesvinto,Wamba, Ervigio, Égica, Witiza.
Se agota al recordar o al darse
cuenta de la inutilidad de este recuerdo. Espacios para llenar, la noche es
larga.
En esa lista el más importante faltaba, Hermenegildo, hijo de Leovigildo que se
convirtió al
catolicismo abandonando la
religión arriana y decepcionando profundamente a su padre. Entonces, en aquel mundo, todos nosotros
debíamos estar dispuestos a morir en la hoguera y a no ser reyes para defender
la ´´única religión por la que era posible morir”. Eso era entonces cuando Hermenegildo fue decapitado. Y la cabeza sincrónicamente le dolió a Ambrosio, el hacha se hizo martillo. Seguía goteando el grifo y la noche.
Se dio cuenta que Chindasvinto no le seguía el hilo, entre
otras cosas porque su perro no se llamaba así y volvió a los ojos llenos de
decepción de Irene de la S, y la condena a una hoguera fría que supo leer en
ellos.
Noches largas de inexactitud, del dolor de ser y de los
requerimientos del deber ser. Y encima la tostadora y su inaguantable realidad
fallida. Abrió la novela después de varias semanas de dejarla detenida en aquel
párrafo y tuvo la sensación de que los personajes desistían de su empeño, de
que Freddie estaba sin afeitar y con los ojos nublados.
Solemos leer nuestras propias sensaciones. Tuvo, por eso, el
presentimiento de que lo que fue tan amado y necesario se desvanecia en la
lejanía de un camino y apenas le quedó un agujero en el pecho, en ese lugar
impreciso y en forma de túnel por el que entra el aire y la energía de la vida.
El insomnio se enfrenta de maneras diversas y también supo que debería ensayar varias. No siempre las fracciones de tiempo
se siguen con la misma cadencia. La de anoche era de adagio lento. La cafetera
entonces emitió un quejido largo. Tendrá alguna explicación física, pero el
sintió que terminaban las tardes de café, que Irene de la S. se despedía, que
la Magefesa también desistía y otra forma de la soledad le devolvió a los ojos
de Freddie y a la atmósfera del escritor irlandés, a los edulcorantes, a los
sucedáneos, a cuando decidimos declinar lo que fue más importante. Página 150.
El café era un largo americano, es decir agua sucia, indolencia
tibia, excremento de rana.
Se fue entonces al baño y le acompañó la palabra
“filamento”. No significó una luz encendida, sino un largo tallo enroscado sobre un concepto de sí mismo, una garganta
aprisionada por un alga vengadora. Esa puede ser la forma opresiva de las
obsesiones. Se imaginó una trama de equívocos y a un hombre cobarde y vanidoso.
Le puso el rostro de Augusto Romero, aunque finalmente se le superpusieron
cientos de gestos mezquinos, su propia mirada en el espejo empañado del vaho de
la noche, la convicción de que formamos parte de la misma miseria, de la misma
angustia y la misma injusticia.
Tuvo una larga micción y un llanto pegajoso. Cuando regresó al
cuarto de estar no tenía sentido seguir leyendo, se sirvió un Ballantines y empezó
a buscar otra palabra, un catálogo de decepciones, el nombre de un filósofo, la
imagen de alguna calle de Santiago, la puerta de una farmacia. Ninguna señal le
llegó, ninguna oveja simbólica, solo la
certeza del sueño perdido de ese Martes.
Estaba ya amanecido cuando sonó el teléfono. Era una
equivocación, preguntaban por Alfredo. Con su aversión a preguntar no averiguó
nada, ni siquiera hizo la conexión con Freddie ¿Por qué Irene podría creer que
con meras indicaciones abstractas él podría intuir el motivo de su lejanía, del
hielo de sus ojos, de la incomodidad de su distancia? No preguntó nada. Sólo
esta noche le llega el rostro de un informante tortuoso, aquella tarde no. Sólo esta noche le ha llegado el luto con sus
alas de cuervo, con su sotana larga. Vuelve a sonar el teléfono o es el
despertador sin inteligencia. No toma la llamada.
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