domingo, 6 de diciembre de 2015

Esa noche sin dormir


No llegaba la noche a los ojos de Ambrosio, es verdad que  algunos días se resiste unas horas, pero ayer  concluyó que no llegaría. Enchufó la tostadora como un signo de rendición.  Inició la rutina hacia la primera comida de un día nuevo, sin poderse quitar de la cabeza la palabra decepción.

Nos decepcionamos porque tenemos la capacidad de la ilusión y del sueño. Ayer no tuvo Ambrosio esa capacidad. El pan sin gluten también es pan y han terminado por gustarle estas tostadas abizcochadas con aceite de oliva. La porosidad de este pan contiene su vacío. El aceite que se aferra a su densidad contiene la disipación de su propia esencia. Así toda la noche.

Ya se ha leído los dos diarios que le llegan cada día, ha viajado por la Grecia de Tsipras, se ha paseado por las calles de Madrid donde el portero de su equipo sale del estadio con los ojos hinchados de ingratitud,  probablemente de decepción, piensa. Entonces en la libreta en la que anota los productos que debe comprar en el mercado, lo escribe: “Casillas sale del estadio que fue la casa de sus sueños con los ojos hinchados de lágrimas ingratas, la decepción le nubla, con esa mezcla de ingratitud y deslealtad” antes había escrito la palabra traición y la ha borrado.

Escribimos para mentir bajo la excusa del arte, para construir realidades que nos enmascaren. Escribimos para autojustificarnos o seducir, para que nos amen y también (y en ese momento se imaginaba ante los ojos de Irene de la S) para pedir perdón y perdonarnos.

Ambrosio solo quisiera entonces que Irene de la S prefiriera la belleza de su supuesta mentira, de su realidad vivida en la ficción cotidiana de existir, que al ocupar tantas horas y al ser interpretada con tanta pasión, sustituye a la monotonía de los minutos reales, al goteo de un grifo que no ajusta, a una puerta que silba al cerrarse, cuando el manantial de sus miradas provocaba el fluir precipitado de la sangre.

Es en ese momento que no comprende la vida, o que la vida de otros no lo comprende a él. Es en ese momento que se dio cuenta que la tostadora no funcionaba a pesar del olor del pan quemado, de un cierto runruneo eléctrico o de una exhalación tostada.

Ambrosio echó de menos la inutilidad de algunos conocimientos que se alojan en el lugar más recóndito de la memoria. Lo pensaba mientras que el nombre de Chindasvinto acudía a la hora de hablar con su perro sentado en la cocina. En su niñez hubiera querido tener un perro imaginario, no echó de menos tener amigos, quizás tampoco un perro, tal vez solo echara en falta otra cosa que no fuera un invierno sin bronquitis asmática, e inexplicablemente sonrió al venirle como un murmullo aquella lista de los reyes godos que tuvo que aprenderse de niño, de los 33 solo recuerda 18, la lista empezaba con Ataulfo y terminaba con D Rodrigo, el perdedor de la batalla de Guadalete, en medio Teodoredo, Turismundo, Teodorico, Leoduvico, Eurico, Amalarico, Atanagildo, Leovigildo, Recaredo , Gundemaro, Sisebuto, Suintila, Chindasvinto, Recesvinto,Wamba, Ervigio, Égica, Witiza. 

Se agota al recordar o al darse cuenta de la inutilidad de este recuerdo. Espacios para llenar, la noche es larga. 

En esa lista el más importante faltaba,  Hermenegildo, hijo de Leovigildo que se convirtió al 
catolicismo abandonando la religión arriana y decepcionando profundamente a su padre.  Entonces, en aquel mundo, todos nosotros debíamos estar dispuestos a morir en la hoguera y a no ser reyes para defender la ´´única religión por la que era posible morir”. Eso era entonces cuando Hermenegildo fue decapitado. Y la cabeza sincrónicamente le dolió a Ambrosio, el hacha se hizo martillo. Seguía goteando el grifo y la noche.

Se dio cuenta que Chindasvinto no le seguía el hilo, entre otras cosas porque su perro no se llamaba así y volvió a los ojos llenos de decepción de Irene de la S, y la condena a una hoguera fría que supo leer en ellos.

Noches largas de inexactitud, del dolor de ser y de los requerimientos del deber ser. Y encima la tostadora y su inaguantable realidad fallida. Abrió la novela después de varias semanas de dejarla detenida en aquel párrafo y tuvo la sensación de que los personajes desistían de su empeño, de que Freddie estaba sin afeitar y con los ojos nublados.

Solemos leer nuestras propias sensaciones. Tuvo, por eso, el presentimiento de que lo que fue tan amado y necesario se desvanecia en la lejanía de un camino y apenas le quedó un agujero en el pecho, en ese lugar impreciso y en forma de túnel por el que entra el aire y la energía de la vida.

El insomnio se enfrenta de maneras diversas  y también supo que debería ensayar  varias. No siempre las fracciones de tiempo se siguen con la misma cadencia. La de anoche era de adagio lento. La cafetera entonces emitió un quejido largo. Tendrá alguna explicación física, pero el sintió que terminaban las tardes de café, que Irene de la S. se despedía, que la Magefesa también desistía y otra forma de la soledad le devolvió a los ojos de Freddie y a la atmósfera del escritor irlandés, a los edulcorantes, a los sucedáneos, a cuando decidimos declinar lo que fue más importante. Página 150.

El café era un largo americano, es decir agua sucia, indolencia tibia, excremento de rana.
Se fue entonces al baño y le acompañó la palabra “filamento”. No significó una luz encendida, sino un largo tallo  enroscado sobre un concepto de sí mismo, una garganta aprisionada por un alga vengadora. Esa puede ser la forma opresiva de las obsesiones. Se imaginó una trama de equívocos y a un hombre cobarde y vanidoso. Le puso el rostro de Augusto Romero, aunque finalmente se le superpusieron cientos de gestos mezquinos, su propia mirada en el espejo empañado del vaho de la noche, la convicción de que formamos parte de la misma miseria, de la misma angustia y la misma injusticia.


Tuvo una larga micción y un llanto pegajoso. Cuando regresó al cuarto de estar no tenía sentido seguir leyendo, se sirvió un Ballantines y empezó a buscar otra palabra, un catálogo de decepciones, el nombre de un filósofo, la imagen de alguna calle de Santiago, la puerta de una farmacia. Ninguna señal le llegó, ninguna oveja  simbólica, solo la certeza del sueño perdido de ese Martes.


Estaba ya amanecido cuando sonó el teléfono. Era una equivocación, preguntaban por Alfredo. Con su aversión a preguntar no averiguó nada, ni siquiera hizo la conexión con Freddie ¿Por qué Irene podría creer que con meras indicaciones abstractas él podría intuir el motivo de su lejanía, del hielo de sus ojos, de la incomodidad de su distancia? No preguntó nada. Sólo esta noche le llega el rostro de un informante tortuoso, aquella tarde no.  Sólo esta noche le ha llegado el luto con sus alas de cuervo, con su sotana larga. Vuelve a sonar el teléfono o es el despertador sin inteligencia. No toma la llamada.

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