En realidad no estoy frente al
mar, estoy ante su recuerdo. Algunas tardes me pasa, siento una necesidad de
batir de olas. No es suficiente el pasar de las páginas, ni el acariciar de los
lomos de los libros. Los infinitivos se instalan de forma insustancial en mi
lenguaje. Una añoranza de lo que significan. Eso es probablemente.
No hay infinitivos en la vida
real de las personas, solo indicativos, subjuntivos, condicionales,
imperativos. Quiero decir hechos que pasaron, pasan o pasarán, hipótesis,
incertidumbres, mandatos. Y así las horas se van disolviendo frente al mar. Su
recuerdo se mezcla con una arena de letras, hasta que me llegan momentos de
gerundio. Entonces me hago cargo que estoy pensando, recordando, evitando la
vida real frente al mar, desfigurando los hechos, construyendo la historia que
pudo ser.
El mes de Junio se me fue de esta
manera, Celia me había enviado la carta en la que me decía que nos diésemos un
tiempo para pensar en lo nuestro. Me pasé varias horas pensando qué quiso decir
con lo nuestro. Alguna vez lo nuestro
tuvo que ver con lo más íntimo, con una suerte de posesión cómplice, pero este
“lo nuestro” me sonó a relación
putrefacta. La casa me empezó a oler mal, a cubo de basura con los restos del pescado
del día anterior, carne descompuesta, el mar detenido en un pozo del cosmos,
las algas y los moluscos, los atunes hediondos de un horizonte sin olas, muerta
la furia, acabada la respiración del agua, instalado el silencio de lo inerte
para que los microorganismos, las enzimas, los parásitos hicieran su trabajo.
Celia, yo, lo nuestro, el tiempo,
la recurrencia, el descuido, el crecimiento asimétrico, los silencios, la magia
que se convierte en técnica, la atracción que se apaga, de pronto una palabra
mal pronunciada, una disculpa mal escuchada, un 90% de tono, que diría William
Uri, una mierda de tarde, sucesos de la vida en suma.
Y otro día, quieto frente al mar,
pongamos que en la playa de Sanxenxo, las imágenes fueron otras, la presión del
trabajo, el sol abrasador, el frío que se clava como una lanza de hielo, las
aplicaciones del Iphone, el ruido insoportable, todo en conspiración cambiando
a los que fuimos, hasta el punto de escribir esa carta “creo Orestes que
debemos darnos un tiempo para pensar en lo
nuestro”.
No había remite alguno, me puse a
oler el papel, me olió a Hungría, pero nunca estuvimos en Hungría y uno siempre
vuelve a lo visitado. Desde entonces paso muchos días frente al mar. Recuerdo,
corto, pego, invento.
Entendí que llamaran del
consultorio para darme un plazo bajo amenaza de despido. Uno de los pacientes
que sólo quería tratarse conmigo tenía una periodontitis aguda. No recuerdo que
excusa les di, pero dije “una simple piorrea” y me colgaron. Tengo ahorrados 15.752.000
pesos. Como muy poco y el alquiler lo puedo ir retrasando si me muevo con
discreto tino. No es el ideal de vida en el que había pensado, pero tampoco el
mar es la maravilla que contamos, mata, borra, asalta, se convierte en lengua
salada que extermina sembrados.
Pensé que en los momentos en que
tuviera ánimo podría llamar a Irma por teléfono y pedirle ideas para un
microcuento. Me llegó un mail, el único que abrí, con la convocatoria de un
concurso. Ella siempre tiene ideas, me refiero a Irma, me basta la linea
inicial, le dije, luego yo sigo, me corrijo, o me asomo a la ventana, o
simplemente añoro beber agua de un botijo y la cosa va tomando forma.
Puedo escribir un microcuento cada
día. Podría llegar a enviar veinticinco antes del cierre del plazo de presentación
de originales. Si saco uno de los tres primeros premios tendré cuatro meses más
de poder vivir frente al mar, esperando a Celia, odiando a Celia, perdonando a
Celia, añorando a Celia, tirándome a Celia en una playa cualquiera, pongamos
que en Las Sirenas de Curanipe. Veinticinco, tres, cuatro. Con frecuencia la
acción es sólo numero de intentos, números en medio de un marasmo de palabras
como Celia.
Llamé a Irma y le dio un ataque
de risa cuando le conté. Creo que no me creyó, pero ella
siempre cumple y me
envió esta frase “Desde la visión alta
del águila se podía leer nuestra historia escrita en morse. Tan escrita de
silencios y ausencias como de encuentros y palabras”.
La imprimí porque no puedo crear
si no escribo con estos dedos torpes, tanto, que eligieron una profesión que
detesto, en vez de la noble escritura de mentiras. Mentir es un arte mayor
cuando se logra por escrito, dejando rastros, muy superior a cuando se suelta
al oído una mentira. Esa versión palaciega que puede negarse y renegarse, que
se contagia como un virus y pierde su original falsedad.
Estoy tomando un te de limón con
jengibre. No sabe a mar, el ventilador mueve los hilos con las reproducciones
del artesonado de la Alhambra y eso es lo que me permite escribir. Esas sombras
que se mueven en la pared.
Ese día ocurrió lo mismo, tomaba
te de limón con jengibre y el ventilador movía los hilos con las reproducciones
del artesonado de la Alhambra y estuve ensayando como continuar la frase. Puse
un punto y aparte y añadí: “Desde la
profundidad de la caverna, la intermitencia era una luz, una respiración,
sonido y silencio sincopados. Verbo y pronombre frente a frente, como se espera
en otoño una promesa”.
Cuando se lo envié a Irma, se
percató de que le había hablado en serio y me preguntó ¿Qué te pasa Orestes, ya
estamos en las mismas”. En esos momentos siempre respondo “nada”. Colgué porque
no me gustó que dijera las mismas. Si
algo aprecio de Irma es que no haga juicios, que me acepte tan imperfecto y
caótico, tan auténtico y desequilibrado como parezco ser. No soporto las referencias
indirectas cargadas de juicios sigilosos, escurridizos como serpientes,
sibilinos como cardenales, oleosos como vendedores de fondos de inversión.
Como parezco ser, eso he dicho y me he quedado pensando, no quiero decir
“Yo soy” porque es un palíndromo y las palabras o las frases palindrómicas me
marean, me llega un vértigo como si tuviera que pensar en lo nuestro. Es su
circularidad, ese infinito que contienen, su efecto pendular. Me llegan a dar
nauseas. El palíndromo mas largo que existe en nuestra lengua es reconocer. No lo reconozco, prefiero
“parezco ser”. Parezco ser un hombre solitario y sin ambiciones que se deleita
en las tardes ociosas de junio recordando su ayer.
Cuando conocí a Celia, cuando lo
nuestro olía a nardos, le conté que me mareaba al ver sangre y al leer
palíndromos y ella un rato después quiso saber de donde me venía esa fobia por
el palisandro. Fue un momento inolvidable de risas y estertores y terminamos
haciendo el amor sobre la mesa, un polvo glorioso, entonces, sí, cuando los
errores fortalecían lo nuestro, cuando las confusiones no eran borrones de
tinta sobre un certificado notarial que debía presentarse impoluto, cuando desde
la profundidad de la caverna la intermitencia era una luz, cuando el sonido y
el silencio estaban sincopados, entonces, cuando el otoño era una promesa.
Unos días después Irma me envió
otra frase: “Siete veces le habló Irma
esa semana y las siete había emprendido la ruta inversa del catalejo”. Y me
gustó que se metiera ella misma en la historia a construir, que citara dos
veces el siete, el número de la perfección, que jugara con el catalejo para
traer lo lejano a la proximidad del ojo. No dijo ya estamos en las mismas. No necesité el ventilador para ponerme a
escribir, después de imprimir la frase, porque yo necesito escribir con estos
dedos torpes. Torpes, pero míos, que
guardan palabras entre las uñas, que se diptongan y se hiatan.
Y completé el microcuento
diciendo “desde las siete galaxias al
universo único de su ojo. Por eso no le fue dado dudar”. Y sin embargo
Celia dudó, a pesar de nuestro amor marino. ¡Qué puede importar que yo busque
siempre la diferencia! ¿Por qué lo que fue motivo de alborozo se convirtió en
sospecha?
Estoy frente al mar del sur de
Italia, estoy en el Egeo, en el bello Mediterráneo de mi infancia, en el Mar
Muerto. En realidad no estoy frente al mar. Estoy aterido de nostalgia y
sufrimiento, pero no tengo culpa alguna. No hay infinitivos que se sostengan en
el tiempo, ni flores que no se marchiten, esa convicción me adormece en las
tardes.
Hoy me llamaron del consultorio,
no encuentran el expediente de Celia Balmes “¿Ha ido?” les he preguntado
inquieto y me han dicho que no, que llamó un familiar suyo porque hace semanas
que no han sabido de ella, les contó que se iba de viaje a encontrarse a si
misma, ese estúpido recurso de la desolación, nadie se encuentra a si mismo.
Quería saber la última vez que había ido a la consulta, averiguaban sobre ella.
Sólo respondí que no tengo copia de las fichas médicas. No suelo mezclar la
profesión con la vida, les mentí.
Estoy tomando el último limón con
jengibre que me queda. Lo saboreo porque no tengo la intención de salir a la
calle en muchos días. Muchos, no se cuántos. Se tiene que acabar el de canela,
el te de rooibos, el azul, como las tardes de la infancia. Saldré después de
que no quede una bolsa de te en la casa.
Volví a llamar a Irma para
preguntarle por qué le vino a la mente un catalejo. Fue un impulso. Por un
momento, catalejo y palíndromo se emparejaron en un punto del tercer anaquel de
mi librería, sobre los autores que empiezan por K. Catalejo, volver, regresar,
el camino que siempre retorna, la espiral que pasa por el mismo paisaje desde
lejanías distintas. Y lo mismo se convierte en distinto y lo nuestro pasa a ser
lo nuestro.
Irma me confirmó mis sospechas y
me quedé en silencio. Luego como para seguir la conversación, es propio de
ella, me envió el comienzo del tercer microcuento: "El deseo del vino me trajo el de tu boca. Y de tu boca llegó mi imagen
reflejada en tus anteojos”.
Ese día no dudé, simplemente
imprimí, siempre necesito escribir con mi propia mano, sentir mis dedos apretar
la pluma, ver salir el gusano de tinta, el hilo azul del misterio. Continué con
la siguiente frase: “fundidos allí el
fuego de tu éxtasis y el profundo pozo de mi miedo a tu lúgubre oficio: sillón
de las periódicas torturas, marfiles y humedales".
Tal vez fue la necesidad de dejar
una pista. No tenemos por qué saber lo que mueve nuestras acciones, esa
perfección nos convierte en inhumanos, pienso, es el resultado de un instinto
suicida, de boicotear nuestra esencia imperfecta. La necesidad de que quede un
hilo, de que una fresa dental despeje el camino.
Estoy frente al mar de mis
recuerdos, veo entrar a Celia con un sobre en la mano, la escucho decirme que
lea el contenido cuando se haya ido, necesita irse a una playa lejana a
encontrarse a sí misma. No la obedezco, rasgo el sobre delante de ella. Leo la
carta, escueta, lejana ya como la playa a la que quiere irse. Siento mi ira. A
ella decir que no le alce la voz ¿Qué quiere decir lo nuestro? Le grito, sí, le grito. ¿Por qué jugamos a que hoy las
palabras signifiquen otra cosa? Lo nuestro fue una intimidad incomparable, lo
nuestro fue perfecto y así, aunque no quieras, continuará por siempre. Le grito
y siento que la sangre me sube a la cabeza, como las olas de un mar que no
perdona, que engulle y mata. Luego el silencio.
Aunque Celia no quisiera,
continuará para siempre, mientras dure el té, mientras los microcuentos no se
conviertan en confesión. Frente al mar que se calma y se embravece, con la
exasperante finitud de siempre.
Celia quizá, hubiera podido escribir en el arenero frente al que estas sentado un arenero inmenso con arena del mar embravecido, que es en si un palíndromo y podría cambiar el yo soy que odias, por por el fuimos. Al final los microcuentos siempre terminan antes.
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